¿Vergüenza?, lo vamos a ver y veremos si la corrupción llega a ser tan descarada dentro de la justicia de nuestro País:
Según la tercera acepción de la palabra doctrina del diccionario de la Real Academia de la Lengua, “doctrina” es el: Conjunto de ideas u opiniones religiosas, filosóficas, políticas, etc., sustentadas por una persona o grupo. En éste caso, del Tribunal Supremo.
Recordemos que somos un país de “derecho positivo escrito” no uno anglosajón que siguen el método jurisprudencial de casos, el denominado Case-Law Method.
Lo anterior, quiere decir que, con arreglo al artículo 1.1 del Código Civil, las fuentes del ordenamiento jurídico español son: la Ley, la costumbre y los principios generales del Derecho. Esas, son las fuentes directas a las que deben adaptarse los Jueces y Tribunales en su actividad, así como a la Constitución, tal y como señala expresamente el artículo 5.1 de la LOPJ (Ley Orgánica del Poder Judicial). Hay que precisar, además, que los Jueces deben adaptarse, sí, a la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Pero “No”, en cambio, a la del Tribunal Supremo, la cual tan sólo es un “complemento” interpretativo de la Ley, lo que se recoge en el número 6 del artículo 1 de la Constitución.
Las defensas de Urdangarin y de la Princesa, abundarán hasta la náusea en que la doctrina del TS en el caso Botín es la que debe prevalecer para expulsar del procedimiento a la acusación popular, en detrimento de la doctrina Atucha que rectificó aquella patológica doctrina “Botin” que defendía obscenamente el poder de un hombre de riqueza sin igual contra que el pueblo pudiese acusar. También el TS creo el “engendro” de la Doctrina Parot, que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) de Estrasburgo declaró contraria al Convenio Europeo de Derechos Humanos.
Las “Doctrinas” siempre son peligrosas en los estados corruptos cuando la justicia se encuentra politizada, porque entonces el Poder Judicial se convierte en un apéndice más del Poder Ejecutivo y la separación de poderes se confunde hasta desvirtuar la justicia a extremos irreconocibles, lo que sucedió con la doctrina Parot, o con la doctrina Botín.